Capítulo 5: Sueño consciente
Los rayos de luz caían sin piedad en el exterior donde los campesinos luchaban bajo un sol de justicia para hacer que la tierra entregara sus frutos, comprando su supervivencia con un trabajo agotador. No era extraño ver gente desplomarse súbitamente sobre la tierra reseca y permanecer ahí hasta que algún otro campesino lo advertía y le cargaba como buenamente podía hasta su casa, dejándole a cargo de su familia el tiempo suficiente como para que recobrara el sentido a la sombra de un techo. Y unos minutos más tarde salía a continuar con su labor para poder llevarse a la boca lo justo para tenerse en pie.
Esta escena se repetía invariablemente a lo largo de la jornada. Haren les observaba indiferente, con el mismo interés que un niño mira el ambiente febril de un hormiguero. La fría piedra de las paredes envolvía su habitación, en lo alto de la torre noreste, en un agradable frescor. No sentía ninguna lástima por ellos, no eran sus iguales.
Siempre le habían dicho que era su destino vivir así al igual que el suyo propio sería ingresar en un monasterio tarde o temprano. La sociedad estaba cortada por unos patrones muy estrictos y diferentes que debían mantenerse para que todo siguiera funcionando.
Nadie de su familia había salido del castillo en toda la mañana. Haren los encontró a todos en el salón principal concienzudamente atareados tratando de combatir el tedio de maneras diversas. Jerome y algunos de sus amigos jugaban a las cartas, en un ambiente de bromas y bravuconadas. El anfitrión saludó a su hermano cuando le vio a lo que respondió con una amable sonrisa aunque sin demasiada efusividad.
- Te está sentando bien tener otra mujer en casa. – comentó Jerome, con tono inocente.
La sonrisa de su hermano se borró al instante de su rostro. No era un comentario retorcido, ni buscaba hacer daño, su autor era demasiado simple y franco para ello pero saberlo no le confortaba aunque le impedía enfadarse con él.
Sanae estaba cerca de ellos, bordando el hilo que las criadas habían preparado con anterioridad, y sonrió al oír el comentario. No le faltaba razón, el humor de Haren había mejorado desde que le conoció manteniendo a su pesar, el halo de misterio que siempre le envolvía, atrayéndola como un agujero negro.
- ¿Qué hacéis? – preguntó Haren a su espalda asomando la cabeza sobre su hombro.
Ella extendió la tela ante sí retándole a adivinarlo mientras repasaba los dibujos bordados.
El joven la examinó unos instantes.
- Un vestido – afirmó sin un atisbo de duda – para vos – añadió.
La muchacha le miró sorprendida, cazada en su propia broma. La forma de la tela no era más que un simple esbozo de su aspecto final.
- Sí, se coser – susurró con una sonrisa ligeramente burlona. – Aunque esto no sería capaz de hacerlo ni en un millón de años – dijo siguiendo con los dedos las intrincadas líneas del dibujo, observándolas al detalle y finalmente negando con la cabeza. – Imposible.
- Entonces no seáis tan petulante – replicó la joven y volvió a su labor fingiendo ignorarle.
Haren se quedó callado contemplándola trabajar. La agilidad y seguridad de sus manos resultaba pasmosa, más aún para alguien que comprendía realmente la dificultad que entrañaba.
- ¿Queréis ayudarme? – pidió Sanae, medio en serio medio en broma.
El joven se encogió de hombros.
- Decidme qué he de hacer.
Ella le dio instrucciones para rematar el borde de una de las amplias mangas, le prestó hilo y aguja y cada uno se puso manos a la obra.
- ¿Qué haces hermanito? Eso es cosa de mujeres – dijo Jerome en tono de burla, coreado por las risas mal disimuladas de sus amigos.
- No decías lo mismo cuando me pedías que te zurciera la ropa – replicó el aludido.
Provocó una carcajada general, incluso su hermano participaba de ella, dándole la razón.
- He suplido las “tareas de mujeres” durante todo el año – le confió Haren a la chica – ahora lo echo de menos.
Sanae sonrió.
- Es entretenido – condescendió.
No se burlaba de él, le comprendía y le apoyaba. El joven había echado de menos la compañía de alguien como ella. Le tenía mucho afecto y, dadas las pocas luces de su hermano, trataba con ella con libertad de sentirse bajo sospecha. Claro estaba que entre ellos había un límite pero no era necesario romperlo para estar a gusto.
Haren terminó su tarea más rápido de lo que pretendía animado por la charla y el ambiente divertido que se respiraba. Sanae fue a supervisar las tareas de los sirvientes y el joven, sin ganas de incorporarse al juego de cartas, optó por ir al bosque.
No había nadie en las cuadras y ésta vez la suerte no le sonreía. Ninguno de los animales estaba preparado así que tendría que esperar a que Daniel se dignara a aparecer por allí. Se apoyó frente a la puerta del último caballo de la fila y resopló, frustrado, resignado a esperar. Un leve sonido atrajo su atención. Se inclinó para mirar tras la pared del último cubículo y lo vio.
El joven criado estaba tendido sobre un montón de heno, exhausto y profundamente dormido. El calor había hecho mella en él, lo que, unido al cansancio, le habían hecho desfallecer. Su primera intención fue despertarle pero en su lugar le observó con detenimiento sin saber muy bien por qué. El cabello rubio y húmedo sobre la frente, los ojos cerrados, los labios entreabiertos tomando el aire seco que le volvía la respiración más ronca y audible al compás del pecho que se movía lentamente bajo la fina y blanca tela de la camisa pegada a su cuerpo por el sudor. Haren lo contemplaba hechizado, olvidándose hasta de respirar para no interrumpir su sueño. Se veía tan vulnerable, tan diferente de su estado consciente, que casi no parecía el mismo chico rebelde y orgulloso con quien se cruzaba cada día, sino un espejismo capaz de desvanecerse en cualquier instante. En aquel momento de frágil armonía no había lugar para el miedo, las máscaras, las corazas o para la propia razón. En su lugar, la desunión con la realidad le hacía sentirse a él también sumido en un sueño, dentro del cual no importa lo que hagas pues sabes que vas a despertar.
Se acercó a él de forma inconsciente, arrodillándose a su lado sin dejar de mirarle, con todo el sigilo del que era capaz. Apoyó ambas manos sobre la paja a los lados del cuerpo inerte con los brazos estirados con el fin de no tocarle. Sin saber lo que hacía, acortó la distancia entre sus rostros, pero descartó la boca, las mejillas y la frente, obedeciendo a un reducto de su razón que los consideraba hogares de muestras de amor, y rozó con sus labios el cuello desnudo de Daniel, notando el regusto salado de su piel, al tiempo que cerraba los ojos. Sin llegar a estrellarse contra el muro de la realidad, con la boca pegada al oído de su confidente y aun sabiendo que no le escucharía, susurró unas palabras que bien podían situarse en el umbral entre su razón y la tierra natal de aquel espejismo.
- Ojalá pudiera enamorarme de ti.
sábado, 9 de febrero de 2008
domingo, 13 de enero de 2008
Haren y Daniel Capítulo 4
Antes de nada decir que ésta historia ya tiene un título en condiciones El secreto de los caballos (que poético ^^) ya explicaré el por qué de ese título si no lo adivinais (no se me podía haber ocurrido uno menos críptico, no ¬¬, por cierto mi madre dice que parece el título de una peli de Disney con caballos parlantes O_o decidme que no es cierto T_T). Y la fiebre titulera (esta palabra existe?) puede extenderse a los capítulos (títulos todavía más crípticos si cabe) que eso de ponerles un número denota falta completa de imaginación y una gran cutrez y vaguería. Es posible que tarde en actualizar (vaya novedad, no?) porque me estoy documentando para que luego no se diga, o puede que no porque en el siguiente capitulo...(redoble por favor) gran frase estelar de la historia!!! (que lleva meses rulando en mi cabeza y le voy a dar salida), frase fundamental que debe aprenderse toda seguidora (tomo nota Saku-chan^^) opcionalmente acompañada de un kyaaaaaaaa!!!(o grito similar) y como es de suponer tendrá significados a porrillo según cómo se interprete. Y tras este rollazo, sin más dilación el capi 4: Corrientes de pensamiento
Capítulo 4: Corrientes de pensamiento
Locura. Era la única palabra capaz de definir lo que acababa de hacer. Era cierto que tenía que desmentir lo que aquel crío podía malinterpretar pero aquello...no tenía justificación. Ni siquiera él sabía por qué le había besado. Ahogó un gemido. Cada vez iba tomando mayor conciencia de lo que había hecho, algo completamente surrealista, asqueroso y humillante.
Había regresado a su habitación aparentando la indiferencia que le caracterizaba pero una vez a salvo de miradas indiscretas aquella máscara cayó dejando a relucir sus auténticos sentimientos de rabia y desesperación.
Se apresuro a limpiarse la boca con el agua de un pequeño recipiente, como si sus labios hubiesen tocado puro estiércol. Pero más allá de su raciocinio, era consciente de que era el recuerdo de aquel sabor lo que, en parte, le había impulsado a buscarlo de nuevo. ¿Y el chico? ¿Por qué no se lo había impedido? Quizá por lo sorpresivo de su acto, o por miedo a las represalias, aunque si se paraba a pensarlo había pretendido corresponderle. No, imposible, ya estaba delirando. Le había cerrado la boca, pero a saber qué impresión tendría de él en aquellos momentos. ¡Maldita sea! ¿Ahora se preocupaba de la imagen que pudiera dar ante un simple plebeyo? Esa estupidez estaba logrando hacerle perder el juicio.
Pensamientos similares acudían a la mente de Daniel quien permanecía aún en el mismo sitio como si le hubieran clavado los pies al suelo. Un ligero temblor aún le sacudía y sus ojos ambarinos eran el vivo reflejo de la perplejidad. Esperaba un castigo, en el peor de los casos, el ajusticiamiento, pero de ningún modo un beso. Aquel había sido libre y voluntario, ni el alcohol ni otras circunstancias le podían haber condicionado. Y le había correspondido intentando llegar todavía más lejos, ¿razón? Ninguna creíble. En ese momento le había abandonado dejándolo a merced de sus instintos. Esbozo una ufana sonrisa, una especie de burla ante su propia actitud. Un simple lapsus, eso no tenía importancia. Lo destacable era que aquel bastardo había vapuleado su orgullo con frases hirientes y provocaciones humillantes. En su corazón no albergaba hacia él más que una creciente ira e impotencia. Un muñeco en sus manos, no era más que eso.
Aun así ver sus ojos le había producido una fuerte impresión. Era la primera vez desde que se conocían que sus miradas se habían cruzado. Había algo en ellos que le daba escalofríos. Era una mirada profunda y vacía pero cuando sus labios se unieron habría jurado que una brillante chispa los iluminaba por unos instantes.
Un relincho del único testigo de aquella extraña y peculiar unión, lo sacó de sus cavilaciones reclamando su atención.
Daniel sonrió de nuevo, con tristeza.
- Qué tranquila debe ser una vida tan simple – susurró mientras le quitaba las bridas – quién diría ahora que eras un potro tan rebelde.
Aquel animal siempre le traía recuerdos de cuando vivía con su familia trabajando la tierra. Cuando era más pequeño había un potro que se escapaba del castillo hacia los campos con tanta frecuencia como le era posible entre relinchos de júbilo. Siempre lo atrapaban antes de que lograra traspasar los límites del feudo pero eso no reducía su obstinación. Probablemente si no fuera tan veloz y resistente no se molestarían en retenerlo dado los problemas que causaba. Al cabo de un par de años el palafrenero de entonces logró volverle manso y dócil. Daniel admiraba el coraje y el ansia de libertad del joven caballo viendo en el una imagen de sí mismo. En cada intento de huida le animaba en silencio con la secreta esperanza de que lograra su meta. Pero cuando ya no volvió a intentarlo, al joven le produjo una gran inquietud ante una realidad que podía afectarle de igual manera a él mismo, ser domado y servir resignadamente las órdenes de sus señores por el resto de sus días. Sin embargo, había terminado igual que él, atrapado y explotado por tener un don. La única diferencia era que él todavía no se había rendido ni pensaba hacerlo nunca.
Al pensar en sus padres y hermanos sus imágenes eran difusas. Sólo tenía permiso de ir a verles un par de veces al año que coincidían con sus días libres. Tenía una hermana mayor que él y tres hermanos, dos mayores y uno más pequeño. Era una gran familia, pero eso no les causaba más que problemas. Vivían con lo mínimo, lo que les quedaba tras pagar los impuestos. Daniel no vivía mucho mejor pero podía asegurarse la subsistencia en épocas de mala cosecha cuando ellos pasaban muchas penurias para sobrevivir. Por eso, cuando iba a verles no podía evitar que la angustia se hiciera dueña de su corazón y al mismo tiempo una fuerte añoranza le invitara a quedarse. ¿Tendría su hermana algún nuevo pretendiente? ¿Y sus hermanos? ¿Se habrían casado? Quizá incluso tuviera algún sobrino en camino. Aún quedaban meses para la Navidad, hasta entonces permanecería encadenado a sus tareas.
Llegó el esplendor de la época estival, sin incidentes que merezcan mención, salvo uno. El hecho de que Sanae hubiera abortado poco después de conocerse la noticia de su embarazo. Nadie conocía las causas, menos ella. Sencillamente no lograba asumir la idea de concebir un hijo de alguien que no le atraía teniendo su alma y su mente cada vez más invadidas de sensaciones hacia otro. Un chico diferente, como había notado desde el principio y, al parecer, cuya confianza se había ganado, ya que no había dejado de percibir que hablaba más y de temas más importantes con ella que con el resto de personas. Suponía que era su forma de mostrar aprecio, y lo agradecía pero deseaba llegar más allá, explorar su alma y refugiarse en su pecho acunada por los pausados latidos de su frágil corazón.
Su cuerpo simplemente había tomado sus pensamientos como una orden y le había llevado a perder al bebé.
Maldecía al destino por haber escogido a Jerome como el hijo mayor de la familia. Dentro de lo malo, era un buen hombre alegre, jovial y cariñoso pero ni en su naturaleza, ni en su educación, entraba preocuparse de sus opiniones o sus sentimientos, y le hacía sentirse terriblemente sola. Sólo le reconfortaba la melancólica sonrisa que lograba arrancarle a Haren de cuando en cuando. Dadas las circunstancias lo único que iba a conseguir de él. Bueno, quizá no lo único si tenía en cuenta como algunas de sus actitudes y comentarios le hacían fruncir el ceño y volverse más arisco de lo habitual ya que, según él, eran muestras de lo poco que se valoraba a sí misma. Sanae siempre había creído correctas sus actitudes y el trato de los hombres de su entorno hacia ella, pero Haren las criticaba a la vez que le dispensaba un trato que ella sólo había visto a los hombres dirigir hacia su mismo sexo. La trataba como una igual y eso la incomodaba al principio, pero ante las reiteradas negativas del castaño a tratarla como hacían los demás, se acabó acostumbrando y descubrió que era una forma de libertad de expresión que muy pocas mujeres disfrutaban. Aprendió a hacer valer sus ideas y a reforzar su auto confianza. “Una mujer vale tanto como un hombre” le repetía incansable.
- ¿Por qué pensáis eso? – preguntó sorprendida la primera vez que hizo tan rotunda afirmación.
- A mí me educó una mujer. La respeto a ella especialmente por haberme enseñado casi todo lo que sé. Y a todas en general porque he convivido con ellas en estrecha compañía desde muy pequeño. Les ayudaba en sus tareas y comprendí la dureza de su trabajo mejor que cualquier hombre, mientras les veía a ellos holgazanear y divertirse todo el día. La verdad es que algunas mujeres valen más que muchos hombres pero no lo saben. Viven a la sombra de sus padres o sus maridos sin poder hacerse valer.
- ¿Y para qué me decís todo esto?
- No quiero que cometáis su mismo error. Quiero abriros los ojos, ya que con mi madre no lo logré. Guardáis un gran parecido. – dijo y su mirada se ensombreció.
- Deberíais quitar el luto a vuestra alma – le aconsejó, con voz suave – y poder recordarla sin dolor. Si no, no podréis amar con un corazón envenenado de tristeza.
El joven sonrió.
- Ojalá pudiera.
Capítulo 4: Corrientes de pensamiento
Locura. Era la única palabra capaz de definir lo que acababa de hacer. Era cierto que tenía que desmentir lo que aquel crío podía malinterpretar pero aquello...no tenía justificación. Ni siquiera él sabía por qué le había besado. Ahogó un gemido. Cada vez iba tomando mayor conciencia de lo que había hecho, algo completamente surrealista, asqueroso y humillante.
Había regresado a su habitación aparentando la indiferencia que le caracterizaba pero una vez a salvo de miradas indiscretas aquella máscara cayó dejando a relucir sus auténticos sentimientos de rabia y desesperación.
Se apresuro a limpiarse la boca con el agua de un pequeño recipiente, como si sus labios hubiesen tocado puro estiércol. Pero más allá de su raciocinio, era consciente de que era el recuerdo de aquel sabor lo que, en parte, le había impulsado a buscarlo de nuevo. ¿Y el chico? ¿Por qué no se lo había impedido? Quizá por lo sorpresivo de su acto, o por miedo a las represalias, aunque si se paraba a pensarlo había pretendido corresponderle. No, imposible, ya estaba delirando. Le había cerrado la boca, pero a saber qué impresión tendría de él en aquellos momentos. ¡Maldita sea! ¿Ahora se preocupaba de la imagen que pudiera dar ante un simple plebeyo? Esa estupidez estaba logrando hacerle perder el juicio.
Pensamientos similares acudían a la mente de Daniel quien permanecía aún en el mismo sitio como si le hubieran clavado los pies al suelo. Un ligero temblor aún le sacudía y sus ojos ambarinos eran el vivo reflejo de la perplejidad. Esperaba un castigo, en el peor de los casos, el ajusticiamiento, pero de ningún modo un beso. Aquel había sido libre y voluntario, ni el alcohol ni otras circunstancias le podían haber condicionado. Y le había correspondido intentando llegar todavía más lejos, ¿razón? Ninguna creíble. En ese momento le había abandonado dejándolo a merced de sus instintos. Esbozo una ufana sonrisa, una especie de burla ante su propia actitud. Un simple lapsus, eso no tenía importancia. Lo destacable era que aquel bastardo había vapuleado su orgullo con frases hirientes y provocaciones humillantes. En su corazón no albergaba hacia él más que una creciente ira e impotencia. Un muñeco en sus manos, no era más que eso.
Aun así ver sus ojos le había producido una fuerte impresión. Era la primera vez desde que se conocían que sus miradas se habían cruzado. Había algo en ellos que le daba escalofríos. Era una mirada profunda y vacía pero cuando sus labios se unieron habría jurado que una brillante chispa los iluminaba por unos instantes.
Un relincho del único testigo de aquella extraña y peculiar unión, lo sacó de sus cavilaciones reclamando su atención.
Daniel sonrió de nuevo, con tristeza.
- Qué tranquila debe ser una vida tan simple – susurró mientras le quitaba las bridas – quién diría ahora que eras un potro tan rebelde.
Aquel animal siempre le traía recuerdos de cuando vivía con su familia trabajando la tierra. Cuando era más pequeño había un potro que se escapaba del castillo hacia los campos con tanta frecuencia como le era posible entre relinchos de júbilo. Siempre lo atrapaban antes de que lograra traspasar los límites del feudo pero eso no reducía su obstinación. Probablemente si no fuera tan veloz y resistente no se molestarían en retenerlo dado los problemas que causaba. Al cabo de un par de años el palafrenero de entonces logró volverle manso y dócil. Daniel admiraba el coraje y el ansia de libertad del joven caballo viendo en el una imagen de sí mismo. En cada intento de huida le animaba en silencio con la secreta esperanza de que lograra su meta. Pero cuando ya no volvió a intentarlo, al joven le produjo una gran inquietud ante una realidad que podía afectarle de igual manera a él mismo, ser domado y servir resignadamente las órdenes de sus señores por el resto de sus días. Sin embargo, había terminado igual que él, atrapado y explotado por tener un don. La única diferencia era que él todavía no se había rendido ni pensaba hacerlo nunca.
Al pensar en sus padres y hermanos sus imágenes eran difusas. Sólo tenía permiso de ir a verles un par de veces al año que coincidían con sus días libres. Tenía una hermana mayor que él y tres hermanos, dos mayores y uno más pequeño. Era una gran familia, pero eso no les causaba más que problemas. Vivían con lo mínimo, lo que les quedaba tras pagar los impuestos. Daniel no vivía mucho mejor pero podía asegurarse la subsistencia en épocas de mala cosecha cuando ellos pasaban muchas penurias para sobrevivir. Por eso, cuando iba a verles no podía evitar que la angustia se hiciera dueña de su corazón y al mismo tiempo una fuerte añoranza le invitara a quedarse. ¿Tendría su hermana algún nuevo pretendiente? ¿Y sus hermanos? ¿Se habrían casado? Quizá incluso tuviera algún sobrino en camino. Aún quedaban meses para la Navidad, hasta entonces permanecería encadenado a sus tareas.
Llegó el esplendor de la época estival, sin incidentes que merezcan mención, salvo uno. El hecho de que Sanae hubiera abortado poco después de conocerse la noticia de su embarazo. Nadie conocía las causas, menos ella. Sencillamente no lograba asumir la idea de concebir un hijo de alguien que no le atraía teniendo su alma y su mente cada vez más invadidas de sensaciones hacia otro. Un chico diferente, como había notado desde el principio y, al parecer, cuya confianza se había ganado, ya que no había dejado de percibir que hablaba más y de temas más importantes con ella que con el resto de personas. Suponía que era su forma de mostrar aprecio, y lo agradecía pero deseaba llegar más allá, explorar su alma y refugiarse en su pecho acunada por los pausados latidos de su frágil corazón.
Su cuerpo simplemente había tomado sus pensamientos como una orden y le había llevado a perder al bebé.
Maldecía al destino por haber escogido a Jerome como el hijo mayor de la familia. Dentro de lo malo, era un buen hombre alegre, jovial y cariñoso pero ni en su naturaleza, ni en su educación, entraba preocuparse de sus opiniones o sus sentimientos, y le hacía sentirse terriblemente sola. Sólo le reconfortaba la melancólica sonrisa que lograba arrancarle a Haren de cuando en cuando. Dadas las circunstancias lo único que iba a conseguir de él. Bueno, quizá no lo único si tenía en cuenta como algunas de sus actitudes y comentarios le hacían fruncir el ceño y volverse más arisco de lo habitual ya que, según él, eran muestras de lo poco que se valoraba a sí misma. Sanae siempre había creído correctas sus actitudes y el trato de los hombres de su entorno hacia ella, pero Haren las criticaba a la vez que le dispensaba un trato que ella sólo había visto a los hombres dirigir hacia su mismo sexo. La trataba como una igual y eso la incomodaba al principio, pero ante las reiteradas negativas del castaño a tratarla como hacían los demás, se acabó acostumbrando y descubrió que era una forma de libertad de expresión que muy pocas mujeres disfrutaban. Aprendió a hacer valer sus ideas y a reforzar su auto confianza. “Una mujer vale tanto como un hombre” le repetía incansable.
- ¿Por qué pensáis eso? – preguntó sorprendida la primera vez que hizo tan rotunda afirmación.
- A mí me educó una mujer. La respeto a ella especialmente por haberme enseñado casi todo lo que sé. Y a todas en general porque he convivido con ellas en estrecha compañía desde muy pequeño. Les ayudaba en sus tareas y comprendí la dureza de su trabajo mejor que cualquier hombre, mientras les veía a ellos holgazanear y divertirse todo el día. La verdad es que algunas mujeres valen más que muchos hombres pero no lo saben. Viven a la sombra de sus padres o sus maridos sin poder hacerse valer.
- ¿Y para qué me decís todo esto?
- No quiero que cometáis su mismo error. Quiero abriros los ojos, ya que con mi madre no lo logré. Guardáis un gran parecido. – dijo y su mirada se ensombreció.
- Deberíais quitar el luto a vuestra alma – le aconsejó, con voz suave – y poder recordarla sin dolor. Si no, no podréis amar con un corazón envenenado de tristeza.
El joven sonrió.
- Ojalá pudiera.
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